jueves, 8 de enero de 2009

Lectura: Filipenses 4:8
Por Vladimir Orellana Cárcamo
Domingo 24 de agosto de 2008.

Hace unos días atrás, Kimberly, mi pequeña hija, quien estudia tercer grado, me sorprendió con estas palabras: “ Papi, ya no más cuentos de hadas, ahora mi maestra quiere que leamos cuentos de escritores de nuestro país, como Salarrué”. En mi calidad de profesor de Literatura, a los pocos segundos aplaudí la decisión adoptada por la maestra por abrirles nuevas posibilidades de conocimiento y sensibilidad, a través de la lectura de libros de autores nacionales.

Sin embargo, la frase “ya no más cuentos de hadas” pronunciada con acento de determinación por mi hija, me ha hecho reflexionar hondamente en mi rol de padre de familia. Me remonto a los distantes años de mi infancia, cuando mi imaginación era poblada por la historia mágica de los cuentos clásicos que yo escuchaba por Radio Nacional de El Salvador. Algunos de los cuentos que recuerdo son: Cenicienta, Pinocho, La bella durmiente y otros, en dichos relatos, jugaban un papel importante, las hadas madrinas, quienes con sus poderes mágicos resolvían problemas. Por esos años, yo desconocía la riqueza que guardaban las historias de la Biblia.

¿Qué mensaje me dejaban esas historias? Me enseñaban que habían hombres muy fuertes como Hércules, pero que no reconocían a Dios en sus triunfos, por el contrario se vanagloriaban del poder de su fuerza. ¡Qué diferentes son las historias bíblicas! Sansón, reconoce que su fuerza proviene de Jehová, Moisés separó las aguas del Mar Rojo, con la ayuda del Todopoderoso, Rebeca se casa con Isaac no por la intervención de un hada madrina, sino por la voluntad del Rey del universo. ¡Éstas historias llenan de fe el corazón de los niños! En cambio las historias de hadas sólo regalan ilusiones sin ninguna aplicabilidad para enfrentar la vida.

Como cristianos anhelamos que nuestros hijos e hijas sean grandes para la gloria de Dios. Por tanto, oportuno es que ellos lean las historias de los grandes hombres y mujeres, que registra el Texto Sagrado, través de quienes Dios ha manifestado su gracia. Con lo anterior no pretendo descalificar la producción de valiosos autores, quienes han escrito poesía y relatos, en cuyo contenido fulguran sentimientos de amor y respeto comunes al cristianismo. Entre esos escritores son dignos de mención: Hans Christian Andersen, Gabriela Mistral, José Martí, Carmen Lira y otros.

Aclaro lo anterior, pues no voy a trazar fronteras dogmáticas, o a realizar la separación entre “literatura de inspiración bíblica” con respecto a la literatura mal llamada “secular” o “mundana”. Las obras literarias son creaciones artística. Y en toda obra de arte palpita un cierto fulgor divino. Creo que debemos potenciar en los niños el disfrute por los relatos de la Biblia, de igual modo tenemos que motivarlos para que lean libros de profundo sentir humano, los cuales destilan mensajes de un elevado valor moral. Entre ellos cito a El principito del autor francés Antoine de Saint- Exupérry.

Y para los jóvenes recomendaría: Hace falta un muchacho, de Arturo Cuyás Armengol, y sin faltar el conmovedor Diario de Ana Frank. Instruyamos primeramente a nuestros hijos con la Palabra de Dios, pero también llevémoslos al disfrute de obras literarias de gran valor universal. Pablo, aparte de su fortaleza espiritual, fue un apóstol de sólida cultura literaria. Sólo así se explica que predicó a Cristo en el Areópago de Atenas (lugar en el que se reunían altos funcionarios y pensadores griegos)

Con la sabiduría de Dios, y con un caudal de lectura variada, nuestros hijos podrán pregonar los valores del reino de Dios en el ámbito académico e intelectual. Parafraseando a don Alberto Masferrer me atrevo a decir: toda ciencia está en Dios y en los libros, y el que sabe leer y compartir posee el secreto de la sabiduría.